
«(…) La emoción es, en el orden afectivo, el equivalente a la percepción en el orden intelectual: un estado complejo, sintético, que se compone esencialmente de movimientos, producidos o inhibidos; de modificaciones orgánicas (en la circulación, la respiración, etc.); de un estado de conciencia agradable o penoso o mixto, propio de cada emoción (…); está relacionada siempre con la conservación del individuo o de la especie».
El texto es un fragmento de la obra que Théodule Ribot (1839-1916) dedicó a los estudios sobre la vida afectiva y que publicó en 1896 bajo el título “Psychologie des sentiments”. Es una buena muestra de la importancia que este autor atribuye a la emoción como fenómeno determinante de la vida psíquica, hasta el punto de que la relaciona con la conservación del individuo y de la especie. Asimismo, parte del énfasis recae sobre la naturaleza fisiológica de la vida afectiva y en el origen evolutivo de la emoción, la cual Ribot definía como la propiedad peculiar de la materia viva de reaccionar adaptativamente a los estímulos del entorno. Finalmente, quizás la frase que resulta más representativa del estilo de pensamiento de Ribot es aquella que afirma que la emoción se compone de unos movimientos determinados, una serie de modificaciones a nivel orgánico (procesos de base biológica subyacentes a la emoción) y una sensación placentera, dolorosa o neutral (que permitiría identificar su valor adaptativo).
Otros autores se han encargado muy acertadamente de señalar, anterior o posteriormente, que la emoción es presente de forma inherente en todo acto humano, ya sea como actriz o como mera espectadora. El acto alimentario, sin ir más lejos; precisamente, la distinción fundamental entre los términos “nutrición” y “alimentación” radica en que el primero se refiere a la satisfacción de necesidades energéticas, estructurales o coenzimáticas del organismo mediante la administración de determinadas moléculas necesarias para abastecerlo, mientras que el segundo hace alusión a un acto de naturaleza biopsicosocial, haciendo hincapié en la red de significaciones emocionales, cognitivas y relacionales que se establecen entre el yo que come, los demás que acompañan (aunque cada vez menos frecuentemente) y el objeto o conjunto de nutrientes que son ingeridos.
Por ello, es especialmente preocupante la significación emocional que en algunos casos están adquiriendo la comida y el acto alimentario para algunas personas. Hace unas semanas analizamos los consejos dietéticos que ofrecía una conocida revista “femenina” y criticamos el hecho que se presentaran en forma imperativa mediante unos cuadros titulados “Debes” y “No debes”. Dejando al margen el hecho que difícilmente encontraremos algún alimento que una persona sana “no deba comer nunca, jamás de los jamases”, esta forma de presentar la realidad es distorsionadora además por otra razón; y es que es susceptible de relacionar la alimentación con las emociones negativas resultantes de la confrontación del presente con una situación ideal, como por ejemplo la frustración, la culpabilidad, la vergüenza o la angustia. En el marco que estamos dibujando, la aparición de estas emociones es sólo cuestión de tiempo, y sólo se retrasará en tanto que logremos ser más o menos habilidos@s a la hora de seguir el camino que se nos marca, que nos viene impuesto desde fuera; es decir, se retrasarán en cuanto consigamos comportarnos como buen@s y aplicad@s alumn@s. No obstante, incluso l@s estudiantes más aplicad@s acabarán desviándose de las pautas de conducta marcadas si éstas se les han impuesto y no han llegado a interiorizarse como propias.

Así como castigar a l@s niñ@s con la lectura no es una buena práctica, puesto que se establece la asociación lectura = punición, en mi opinión tampoco se debe establecer dicha asociación con determinados tipos de alimentos, que a menudo son los que deberían comerse más a menudo. De la misma forma, a veces se tiende a premiar con alimentos que deben consumirse con moderación (¡lo que no significa que no deban consumirse nunca!). En otros contextos sociales se premia el hecho de comer poco, incluso de quedarse con hambre: imaginemos una comida de amigas en la que todas hacen dieta y comen una simple ensalada, excepto un par que hacen normodieta y son implícitamente señaladas como despreocupadas por su peso o su salud. O bien, en otro extremo, en otro tipo de reuniones sociales, a menudo familiares, se suele otorgar una significación emocional positiva al hecho de comer por encima del propio apetito.
Salgamos a la calle en una ciudad grande y no tardaremos más de dos minutos en encontrar dos anuncios contradictorios, como los del ejemplo que sigue: desde una parada de autobús se apela a nuestro sistema límbico para que establezca conexiones entre un superhelado de chocolate y un chico semidesnudo de sonrisa promidriática, mientras que al otro lado de la calle una valla publicitaria nos advierte del peligro que corremos si nos comemos un yogur normal en lugar de uno 0% grasa, y unos metros más allá, reblan el clavo anunciándonos un infarto de miocardio inminente e imprevisto (“¡no avisa!”) si no tomamos una botellita de pócima para reducir el colesterol.
Conclusión: a la luz de todos los conocimientos de la psicología actual, ¿por qué no promovemos, desde la infancia pero a lo largo de toda la vida, la construcción de significaciones afectivas positivas y saludables alrededor de la alimentación? A lo mejor la educación nutricional sería más efectiva si desde todos los medios (especialmente los más potentes, como los publicitarios) se evitara satanizar determinados alimentos o hábitos, usar insultos relacionados con la alimentación para infravalorar a las personas (como llamar “gorda” a una mujer que no nos cae bien, por ejemplo), etc. La alimentación toma una dimensión psicosocial para hacerla un elemento de cohesión social, entre otros motivos; así pues, deberíamos preguntarnos si tiene sentido usarla para señalar y culpabilizar.