Aunque ampliamente usados tanto en la literatura biomédica como en publicaciones divulgativas, generalmente se habla poco acerca de los conceptos de sobrepeso y obesidad. ¿De dónde salen? ¿Qué es esto del Índice de Masa Corporal (IMC)? ¿Quién ha decidido qué es normalidad y que está por debajo y por encima, y en función de qué tipo de criterios; de salud, estéticos, económicos…?
Para quienes no estén familiarizados con las siglas, el IMC es un parámetro antropométrico que se obtiene de forma muy sencilla como resultado de dividir el peso en kilos entre la talla en metros al cuadrado. Es decir, es una magnitud que relaciona el peso con la superficie corporal. Como bien puede deducirse, no permite discriminar las contribuciones respectivas de los diferentes tejidos corporales (óseo, muscular, adiposo, etc.) al peso corporal total, lo cual lo hace subóptimo en determinadas situaciones. Cabe tener en cuenta que los diferentes tipos histológicos del cuerpo humano tienen densidades distintas, y que se encuentran presentes en proporciones dispares – con diferencias que pueden llegar a ser notables – entre las personas. Dos individuos con el mismo peso y la misma altura, por tanto, pueden ser totalmente dispares en cuanto a composición corporal. A pesar de estas limitaciones, el IMC se considera un indicador aceptable del estado ponderal de una persona, y se utiliza rutinariamente en clínica e investigación, fundamentalmente por su mayor disponibilidad y sencillez en comparación con otros métodos antropométricos que, a su turno, tampoco con óptimos. A partir del valor numérico del IMC, las personas se clasifican habitualmente en las categorías de infrapeso (IMC menor a 20 kg/m2), normopeso (de 20 a 24.9 kg/m2), sobrepeso (de 25 a 29.9 kg/m2) y obesidad (mayor a 30 kg/m2, con 4 grados consecutivos, numerados del I al IV). Los puntos de corte pueden presentar ligeras variaciones según diferentes autores; por ejemplo, a veces se considera 18, 18.5 o incluso 20 como límite inferior de la categoría de normopeso.
En principio, la clasificación categorial basada en el IMC está basada en resultados de estudios científicos sobre mortalidad y morbilidad; por tanto, el razonamiento más habitual es que este sistema de clasificación obedece a criterios epidemiológicos de salud. Por ello, no únicamente se puede encontrar en el ámbito del control corporal con fines estéticos, sino también en la práctica médica diaria. En consecuencia, pues, deberían existir diferencias claras y significativas entre las personas situadas en los grupos de infrapeso, normpoeso, sobrepeso y obesidad en cuanto a la incidencia de enfermedades y al riesgo de mortalidad, que justifiquen su existencia como categorías diferenciales.
Sin embargo, como bien explican las doctoras Linda Bacon y Lucy Aphramor en sus libros Health at Every Size (Bacon, 2008) y Body Respect (Bacon y Aphramor, 2014), esta relación no es tan clara como debería. En primer lugar, como ya podría esperarse, el infrapeso se relaciona con mayor probabilidad de enfermar y morir que el normopeso; aun así, no es ni de lejos objeto de tantas iniciativas de salud pública como la obesidad y el sobrepeso. Aunque la prevalencia del infrapeso en la población sea inferior a la de la obesidad, en términos absolutos muchas personas se sitúan en esta categoría en los países occidentales. Sin embargo, el ideal estético y la ideología prodelgadez dotan el infrapeso de significados socioculturales positivamente connotados, a menudo glamourosos (fama, éxito, poder, disciplina, autocontrol, atractivo sexual…), que a nivel colectivo glorifican esta categoría ponderal y no únicamente obvian los riesgos para la salud que entraña, sino que incluso a veces la relacionan falazmente son un mejor estado de salud. En pocas palabras, la ideología estética – profundamente ligada a aspectos de género y etnia – promueve la tolerancia hacia la delgadez extrema, al tiempo que sataniza la obesidad y el sobrepeso. No en vano Richard Carmona, la máxima autoridad en salud del gobierno estadounidense, describió públicamente en 2002 la obesidad como “el terror interno, la amenaza que es exactamente tan real para América como las armas de destrucción masiva” (Carmona, 2002). En mi opinión, hemos pasado de la guerra contra la enfermedad a la guerra contra los cuerpos. Y aunque quizás sea más evidente en América, sólo hay que echar un vistazo a los documentos de política sanitaria europeos para entender que el viejo continente, aun con sus particularidades epidemiológicas, se encamina hacia la misma dirección.
Además, en algunos estudios el sobrepeso se revela como factor protector y no de riesgo en términos de mortalidad y morbilidad, lo que pone en entredicho la idea de que sea, per se, censurable en términos de salud. En epidemiología, un factor protector es aquel que se relaciona estadísticamente con una probabilidad significativamente menor de padecer una enfermedad o condición; por el contrario, un factor de riesgo es aquel que se relaciona con una probabilidad significativamente mayor de padecerla. Por ejemplo, las hormonas sexuales femeninas (estrógenos) son un factor protector para el desarrollo de enfermedades cardiovasculares, mientras que fumar es un factor de riesgo para el desarrollo de neoplasias de pulmón, trato respiratorio y cavidad oral. Pues bien, parece ser que el sobrepeso (IMC comprendido entre 25 y 29.9 kg/m2) se asocia, por lo menos en algunos casos, con una mayor supervivencia y menor probabilidad de enfermar respecto a los demás grupos, incluido el normopeso (Bacon y Aphramor, 2014; Flegal, Graubard, Williamson y Gail, 2005). Esta última publicación derivó del trabajo de los Centers for Disease Control and Prevention (CDC) estadounidenses, que accedieron a publicar los resultados en el Journal of the American Medican Association aunque poco después se publicara una nota incitando a los clínicos a no tenerlos en cuenta. Es decir, se emitió una nota instando a la comunidad clínica a no considerar la evidencia disponible para basar su praxis en ella, lo cual es profundamente contrario a los principios del modelo de medicina basada en la evidencia (una mala traducción del inglés evidence-based medicine), que es un modelo teórico considerablemente problemático pero sin duda de importancia caudal en la medicina contemporánea. Sea como fuere, las mejoras en los pronósticos se han observado en algunas ocasiones también para el caso de la obesidad, en lo que suele llamarse la paradoja de la obesidad (lo que algunos autores encuentran paradójico es que, a pesar de que las personas obesas como colectivo parecen desarrollar más enfermedad cardiovascular, la obesidad mejora el pronóstico de la misma; ver Zamora, Lupón, Urrutia, González, Mas, Pascual et al., 2007).
Además, en algunos estudios no se diferencia claramente el sobrepeso de la obesidad, o los diferentes grados de obesidad entre ellos, lo cual puede confundir los resultados de forma que todo lo que sea IMC superior a 25 kg/m2 se considere factor de riesgo cuando en realidad el riesgo para la salud quizás empiece a IMC muy superiores. De hecho, parece ser que las consecuencias claramente perjudiciales y graves para la salud generalmente no se empiezan a observar hasta IMC de aproximadamente 40 kg/m2 (Bacon y Aphramor, 2014); a pesar de ello, muchas guías clínicas siguen recomendando perder peso cuando el IMC sobrepasa los 25 kg/m2. Si el criterio a partir del cual establecer categorías de peso debe ser la salud, pues, quizá sería más lógico definir el normopeso como IMC entre 20 y 30 kg/m2 – el grupo que estadística y consistentemente presenta menos complicaciones de salud metabólica y cardiovascular – y reservar los términos infrapeso (IMC inferior a 20 kg/m2) y sobrepeso/obesidad para IMC superiores a, como mínimo, 30 kg/m2 – grupos que estadísticamente demuestran más complicaciones de salud metabólica y cardiovascular. Entonces, puede que lo que consideramos actualmente, por consenso, sobrepeso u obesidad esté determinado no sólo por razones científicas o médicas, sino también (o sobretodo) por razones estéticas y culturales. Si ello es así, ¿es aceptable que hablamos en términos de salud cuando en realidad la definición de obesidad (y, sobre todo, la de sobrepeso) se halla no sólo influida, sino de hecho enmarcada por razones estéticas?
También es interesante analizar los criterios o variables de salud que se consideran cuando se relaciona peso y salud. Habitualmente se tienen en cuenta la salud metabólica (dislipemias, hipertensión arterial, diabetes, etc.) y cardiovascular, muy relacionadas entre ellas; pero, ¿por qué no se tienen habitualmente tan en cuenta otras variables de salud, tales como las de salud mental, a la hora de valorar el estado de salud de las personas? ¿Es posible disfrutar de unos indicadores biométricos impecables a nivel de analíticas, pero estar lleno de obsesiones y con una relación patológica con la comida a nivel psicológico? ¿No define la OMS la salud como el completo estado de bienestar físico, psicológico, social y ambiental? ¿Es justo decir que una persona es más saludable que otra porque sus indicadores bioquímicos tomados en una analítica sanguínea son mejores? Surge aquí el tema (muy relevante) de la salud mental en las personas obesas. Resulta que la obesidad se viene relacionando habitualmente con sintomatología ansiosodepresiva, pero dado lo que conocemos sobre los mecanismos patogénicos de la ansiedad y la depresión en general, es lógico suponer que es así más por la estigmatización del entorno contra la obesidad que por la propia obesidad en sí. Apoyan esta hipótesis los datos de salud y bienestar mentales en población no obesa: por ejemplo, en varios artículos anteriores he citado que el 80 por ciento de las mujeres universitarias sanas, en la Universitat Autonoma de Barcelona, presentan preocupaciones y malestar derivados de la insatisfacción corporal, lo cual repercute en sus vidas diarias en grados variables, pudiendo llegar a ser significativamente incapacitante. En sociedades que no demonizan la obesidad, o que incluso premian IMCs entre 25 y 30 kg/m2, esta relación entre sufrimiento psicológico e IMC no existe, de modo que se analizan sus patrones de aparición en respuesta a la occidentalización y la globalización (Anderson-Fye, 2011). Como sociedad, en Occidente defendemos que una persona obesa pierda peso si este peso está influyendo negativamente en su salud: sin embargo, no defendemos igual de encarnizadamente que se pare el estigma y la demonización hacia las personas obesas, cuando éstas están también influyendo negativamente en su salud.
“Quizás la obesidad no debería ser considerada en sí misma un factor de riesgo o una enfermedad, sino una expresión de variabilidad somática poblacional”
Sin abandonar el tema de los criterios o variables usados en investigación y promoción de la salud, hay que hablar también de las variables intermedias, las que habitualmente se usan en los estudios porque son fácilmente medibles. Las variables intermedias son aquellos factores que no traducen directamente enfermedad o riesgo de mortalidad, aunque puedan relacionarse estadística o metabólicamente con ellas. Por ejemplo, el nivel de colesterolemia (colesterol en sangre) es una variable intermedia, porque tenerlo elevado no equivale a estar clínicamente enfermo o a padecer un evento cardiovascular, como un infarto. Sin embargo, determinados perfiles de hipercolesterolemia se relacionan (aumentan el riesgo) de padecer un evento cardiovascular, aunque esta relación sea altamente compleja y matizada por numerosos factores referentes al estado de salud y a la idiosincrasia somática, mental y psicosocial de la persona. Dicho de otro modo: estamos de acuerdo en que la obesidad se relaciona con valores más elevados de colesterol unido a lipoproteínas de bajo peso molecular (LDL, Low Density Lipoproteins), de glucemia, de tensión arterial, etc. pero estos parámetros no necesariamente se relacionan siempre de forma consistente con morbilidad, mortalidad, o menor calidad de vida. En este sentido, a menudo se han teorizado factores como el peso, el tamaño o la adiposidad corporales como factores de riesgo para muy distintas problemáticas de salud; sin embargo, existen variables que afectan selectivamente a las poblaciones obesas, precisamente por las consecuencias psicosociales que tiene la obesidad en nuestro medio, que por sí mismas se relacionan con el empeoramiento de la salud, y que podrían explicar parcial o totalmente las relaciones encontradas. Ejemplos de estas variables pueden ser la baja forma corporal (diferente de la obesidad o el sobrepeso), los ambientes empobrecidos y la peor calidad de alimentación y servicios básicos que llevan consigo, los ambientes laborales deficientes, o el aislamiento social.
Otro tema que me parece muy relevante es la construcción psicosocial del concepto de obesidad. Es importante examinar hasta qué punto tiene sentido hablar de «las personas obesas» como colectivo. Tanto las causas de la obesidad como sus consecuencias son múltiples. La obesidad no siempre está relacionada con malos hábitos dietéticos, como resultaría provechoso para la industria del control del cuerpo (dietas, ejercicio, cremas, intervenciones quirúrgicas, etc.), sino que factores genéticos y muchos otros parecen ser determinantes en su génesis. Asimismo, existe una gran variabilidad en los outcomes de salud entre las personas obesas, contándose entre ellas personas que disfrutan de un excelente estado de salud, mientras que otras padecen importantes enfermedades cardiovasculares, pulmonares, digestivas, metabólicas, etc. En este caso, tal vez sería más adecuado establecer subgrupos que sean realmente de riesgo dentro del colectivo de personas con IMC elevados, y «dejar en paz» epidemiológicamente hablando a aquellas personas que tienen una determinada composición corporal pero que presentan una buena salud, en el sentido de no presentar ninguna enfermedad relevante o de presentar únicamente algún factor de riesgo, de la misma manera en que puede hacerlo cualquier otra persona de la población.
Así pues, quizás la obesidad no debería ser considerada en sí misma un factor de riesgo o una enfermedad, sino una expresión de variabilidad somática poblacional, al igual que hay personas que tienen los hombros más o menos anchas o las piernas más o menos largas; y quizás el factor de riesgo debería ser, afinando un poco más, el hecho de tener unos determinados hábitos dietéticos (que no todas las personas obesas tienen) o de presentar unos determinados parámetros biomédicos alterados, si es que estos se relacionan efectiva y relevantemente con morbilidad, mortalidad o disminución de calidad de vida (parámetros que no todas las personas obesas tienen alterados). Un ejemplo: nadie habla de «las personas musculadas» como categoría corporal equivalente a «las personas obesas»; y, si nos ponemos a mirar analíticas y a jugar con la estadística, seguro que encontraríamos en el supuesto colectivo de «personas musculadas» determinadas anomalías o desviaciones estadísticas a nivel bioquímico, como encontraríamos también probablemente una relación estadística entre la musculación y hábitos de vida no saludables (ejercicio excesivo, dietas no equilibradas, etc.). Y a la musculación, igual que en la obesidad, se puede llegar de muchas maneras: incidiendo activamente sobre el propio peso mediante determinados hábitos de dieta/ejercicio, por constitución natural, etc. Sin embargo, lo más habitual es relativizar los valores de ciertos marcadores, como la creatinina, ante un paciente muy corpulento o musculoso, en lugar de atribuirles un significado potencialmente patológico de entrada. Si lo hiciéramos, estaríamos probablemente mucho más preocupados por la función renal de estas personas de lo que deberíamos. Es más, ante una persona muy musculosa probablemente el clínico relativice hasta el propio IMC, estimando que su elevación deriva de la densidad de la masa muscular. No obstante, muchos clínicos no relativizan de la misma forma una ligera elevación del colesterol o de las transaminasas, o el propio IMC, en una persona con una composición corporal más lipoide, aunque sólo presente un ligero sobrepeso. Ello puede llevar a la realización de pruebas y tratamientos innecesarios.
Por último, algunas ideas más sobre el sistema sexo/género[1] y obesidad. Habitualmente se consideran los mismos puntos de corte definitorios para las categorías ponderales (infrapeso, normopeso, sobrepeso, obesidad), dado que el IMC es un indicador que relaciona el peso con la superficie corporal. Sin embargo, como la composición corporal fisiológica de mujeres y hombres (tomando la variable como categorial binaria, tal y como se hace habitualmente) es bastante diferente, puede que la evaluación de la relación entre peso y superficie corporal no sea óptima. De la misma manera, muchos otros factores y categorizaciones socioculturales se basan en dimensiones de la corpomaterialidad, y por tanto se relacionan con la composición corporal: la etnia, la edad, etc. son ejemplos de ello. Por otra parte, ¿qué efecto tiene el ideal estético femenino a la hora de evaluar el cuerpo de las mujeres? Se sabe que el género de presentación de un paciente puede influir las decisiones clínicas, haciendo más probable – por ejemplo – que el clínico considere diagnósticos psicosomáticos ante una mujer y puramente somáticos ante un hombre con la misma sintomatología y características (Chiaramonte, 2007; Tasa-Vinyals, Mora-Giral y Raich-Escursell, 2015). Además, las mujeres reciben muchísimas más indicaciones médicas relacionadas con el juicio valorativo y la necesidad de modificar su cuerpo que los hombres; se ha reportado que a las mujeres que presenten intensas preocupaciones por partes o la totalidad de sus cuerpos es más probable que se las envié a especialistas en cirugía estética o en dermatología, mientras que a los hombres en la misma situación se les envía antes al psiquiatra (Raich, 2000). No obstante, investigadores canadienses han evidenciado que, a igual necesidad, se prescriben más operaciones de artroplastia en hombres que en mujeres (Borkhoff, Hawker, Kreds, Glazier, Mahomed y Wright, 2008; Borkhoff, Hawker y Wright, 2011). Asimismo, tradicionalmente se ha subestimado el riesgo cardiovascular de la mujer postmenopaúsica respecto al del hombre, lo cual puede sugerir que determinadas medidas antropométricas pueden ser interpretadas de forma más catastrofista, en términos de salud metabólica y cardiovascular, en el caso masculino.
“Las mujeres reciben muchísimas más indicaciones médicas relacionadas con el juicio valorativo y la necesidad de modificar su cuerpo que los hombres”
Todo ello parece dibujar un escenario en que la configuración y el tamaño corporales de una persona, más que determinantes de su salud en el sentido estricto y directo, son muestras de variabilidad poblacional. En este sentido, la National Association for the Advancement of Fat Acceptance (NAAFA) y numerosas entidades afines luchan por el respeto a la diversidad corporal, como la diversidad basada en el color de piel o la preferencia sexual, y defienden los derechos humanos de las personas gordas[2] a disfrutar de una óptima calidad de vida sin discriminación en el ámbito laboral, escolar, sanitario, personal, etc. También muchos médicos somos críticos en este sentido, como el Dr. Juan Gervas cuando escribe: “Como si de una nueva religión se tratara, la Medicina comienza a ser utilizada por algunos profesionales, instituciones y empresas como creadora de malas conciencias, como en el caso de la obesidad, a fin de que se sigan determinadas consignas o estrategias comerciales” (Gervas, 2014). En efecto, hay que racionalizar las conexiones entre corporalidad y salud, así como enfatizar el respeto a la diversidad como principio de la práctica clínica.
Para una mayor profundización en este tema, recomiendo la lectura de Bacon (2008) y Bacon y Aphramor (2014), que magistralmente desmontan los siguientes 7 mitos acerca del peso corporal como indicador de salud (extraído de Body Respect, p. 12 [traducción propia]):
1. La adiposidad o grasa conduce a una menor longevidad. FALSO. La adiposidad en sí misma no parece conducir a menor longevidad. Se ha relacionado el sobrepeso con la longevidad y el mejor pronóstico en algunas situaciones clínicas.
2. El IMC es un buen indicador del estado de salud. FALSO. No es un indicador de salud, sólo proporciona información acerca de la relación entre peso y superficie corporal. Nada más.
3. La adiposidad o grasa desempeña un papel sustancial en la génesis de la enfermedad. FALSO. No se ha demostrado que sea así.
4. El ejercicio y la restricción dietética son métodos efectivos para la pérdida de peso. FALSO. A largo plazo no son métodos efectivos.
5. Se dispone de evidencia de que la pérdida de peso mejora la salud. FALSO. Actualmente no se dispone de evidencia sólida en este sentido.
6. La salud viene determinada en gran medida por los comportamientos. FALSO. Generalmente hablando, la genética juega un papel determinante.
7. La ciencia es neutral, no tiene valores. FALSO. Los objetos científicos se construyen mediante discursos politizados.
Referencias
Bacon, L. (2008). Health at Every Size. Dallas, TX: BenBella Books.
Bacon, L., y Aphramor, L. (2014). Body Respect. Dallas, TX: BenBella Books.
Biltekoff, C. (2007). “The Terror Within: Obesity in Post 9/11 U.S. Life”. American Studies, 48(3), 29-48.
Borkhoff, C. M., Hawker, G. A., y Wright, J. G. (2011). Patient gender affects the referral and Recommendation for total joint arthroplasty. Clinical Orthopaedics and Related Research, 469 (7), 1829-1837.
Borkhoff, C. M., Hawker, G.A., Kreds, H.J., Glazier, R.H., Mahomed, N.N., y Wright, J.G. (2008). The effect of patients’ sex in physicians’ recommendations for total knee arthroplasty. Canadian Medical Association Journal, 178, 681-687.
Chiaramonte, G. R. (2007). Physicians’ Gender Bias in the Diagnosis, Treatment, and Interpretation of Coronary Heart Disease Symptoms. PhD Dissertation. Stony Brook University (USA).
Flegal, K. M., Graubard, B. I., Williamson, D. F., y Gail, M. H. (2005). Excess deaths associated with underweight, overweight, and obesity. Journal of the American Medical Association, 293(15), 1861-67.
Gervas, J. (8 de junio de 2014). ¡Obesos del mundo, uníos! ¡Contra el estigma y la discriminación! Recuperado de http://www.actasanitaria.com/obesos-del-mundo-unios-contra-el-estigma-y-la-discriminacion/
National Association for the Advancement of Fat Acceptance (NAAFA). Recuperado de http://www.naafaonline.com/dev2/
Raich, R. M. (2000). Imagen corporal. Conocer y valorar el propio cuerpo. Madrid: Ediciones Pirámide.
Tasa-Vinyals, E., Mora-Giral, M. & Raich-Escursell, R.M. (2015). Sesgo de género en medicina. Concepto y estado de la cuestión [Gender bias in medicine. Concept and state of the art]. Cuadernos de Medicina Psicosomática y Psiquiatría de Enlace, 113, 14-25.
Zamora, E., Lupón, J., Urrutia, A., González, B., Mas, D. Pascual, T., Domingo, M., y Valle, V. (2007). ¿El índice de masa corporal influye en la mortalidad de los pacientes con insuficiencia cardiaca? Revista Española de Cardiología, 60(11), 1127-1134.
Notas:
[1] Si alguien tiene interés en saber por qué hablo de sistema sexo/género, puede leer a la teórica feminista danesa Nina Lykke en: Lykke, N. (2010). Feminist Studies. A Guide to Intersectional Theory, Methodology and Writing. New York, NY: Routledge.
[2] El movimiento antilipofobia generalmente prefiere términos como ‘gordura’ o ‘gordo’/a [fatness, fat] en lugar de los tradicionalmente usados obesidad y sobrepeso, debido precisamente a la reivindicación de la necesidad de abolir o racionalizar la medicalización de los cuerpos no normativos. Despojado de las connotaciones clínicas, pues, el término ‘gordo/a’ se abre a englobar todas aquellas corporalidades excluidas y estigmatizadas en el marco estético sociocultural dominante, sin importar demasiado la cuantificación o cualificación de las mismas.
Gracias por este estupendo artículo, Elisabet. He leído el libro de Bacon y Aphramor, y me sorprende muy positivamente que alguien ligado al mundo de la medicina hable en los términos que tú lo haces (qué pena que tengáis que ser una minoría, ¿no?).
Además de ser estudiante de psicología, conozco el tema de primera mano porque toda mi vida, hasta hace unos 4 años, ha sido una lucha permanente contra mi cuerpo y mi peso (tengo 36 años). Lucha que me llevó al desarrollo de un TCA (bulímia), cuyo proceso de curación a su vez me ha llevado a descubrir un paradigma nuevo y distinto sobre la corporalidad, una comprensión mucho más profunda de todos los temas que mencionas. Sigo investigando, y sigo trabajando para que mi sobrepeso no sea un obstáculo en mi felicidad diaria por culpa de las convenciones sociales.
Es un enfoque distinto. Conozco alguna persona a la que sus deseos de adelgazar la tienen sumida en un maremagnum de dietas e incluso alguna lesión por intentar ponerse en forma en cuatro días. Anunque las que yo conozco no quieren adelgazar por salud, si no por estética, y eso es difícil para todo el mundo, porque pocos responden al cuerpo, el rostro y los patrones de lo que se nos vende. De hecho, hasta a las modelos curvis, de tallas grandes, se les falsea el cuerpo con photoshop y se convierten tb en patrones inalcanzables. Ahora a mí me surge la duda. Si se cambia la dieta hacia una que se considera más saludable (más fruta, verdura, legumbres, frutos secos, cereales integrales, menos carne procesada, lacteos naturales y enteros). Eso te aporta algo a tu salud pierdas peso o no o tampoco. ¿Tienen tazón los pediatras que han tenido mis hijos que querían que les diera menos naranja y kiwi y más plátano y galletas, y sobre todo más papilla cereales, aunque a ellos les gustara poco, para que se engordaran?
Hola,
He llegado a esta página surfeando por casualidad, no soy ni mucho menos experta en la materia ni tengo ningún desorden alimentario. Pero me encantan tus artículos, se nota la profesionalidad, el rigor y el tono crítico a la vez que empático y humano. He visto también alguna referencia al Dr. Gervás del cuál soy seguidora también. Gracias por vuestra divulgación desinteresada. Leeré todos los artículos que me puedan interesar.