Mecanismos, determinantes y funciones de la imagen y la (in)satisfacción corporal

La (in)satisfacción corporal se enmarca en el componente subjetivo valorativo de la imagen corporal. Su estudio tiene una gran importancia porque, como se ha comentado en un artículo anterior, hoy en día la mayoría de las personas, especialmente las mujeres (de aquí la absoluta necesidad de adoptar una perspectiva explícitamente feminista en el análisis de la imagen corporal), sufren las numerosas manifestaciones psicológicas y somáticas de la insatisfacción corporal, o relación disfuncional con el propio cuerpo. Dichas manifestaciones pueden incluir ansiedad, depresión, preocupaciones, rumiaciones, malestar emocional general, y molestias y dolores de muy variables clases. Todo ello desemboca en un sufrimiento crónico que se puede considerar relacional, si tomamos la insatisfacción corporal, como a mí me gusta hacerlo, como una mala relación con el propio cuerpo. En palabras del médico francés experto en meditación Christophe André (2013):

“El sufrimiento tiende […] a convertirse en el centro de gravedad de la conciencia, un sol negro alrededor del cual todo va a la deriva. El espacio de la conciencia parece encogerse a su alrededor, solo hay lugar para el dolor, para nada más. Consiste en esto, el sufrimiento: el dolor que ocupa todo el espacio e impide que el resto de sensaciones o de pensamientos se instalen de forma duradera. Toda la energía de la mente es absorbida y consumida por el dolor: no existe nada más.” (André, 2013, p. 204[1]).

Este párrafo ilustra especialmente bien las consecuencias de un sufrimiento crónico y difícil de gestionar psicológicamente, por la perversa circunstancia de que el motivo del dolor, la fuente del sufrimiento, es el propio cuerpo, la estructura – la cáscara – en la cual vivimos y de la que no podemos escapar. No obstante, la insatisfacción corporal y las problemáticas de relación con el propio cuerpo no deben entenderse desde una perspectiva únicamente psicológica, individual o personal, puesto que entrañan una dimensión sociopolítica, y juegan un importante papel en la construcción de la salud pública, el bienestar colectivo, el derecho a disfrutar del propio cuerpo y el ejercicio de la ciudadanía sexual de Weeks [2].

Este artículo se ha estructurado en tres partes, referentes a la perspectiva sociocultural, la perspectiva cognitivoconductual y la perspectiva feminista. Es una de tantas organizaciones posibles. No obstante, quiero remarcar que no deben considerarse como tres perspectivas alternativas, opuestas o mutuamente excluyentes, ni tampoco consecutivas desde un punto de vista histórico o genealógico. Más bien se trata de tres ángulos algo diferentes desde los cuales contemplar el mismo fenómeno. Todo lo que se dirá bajo los tres epígrafes es igualmente verdadero e igualmente relevante: la organización en tridente sólo es un recurso didáctico para hacer más sencilla la comprensión de un constructo complejo.

La perspectiva sociocultural: modelo estético heteroimpuesto, discurso biomédico, deseabilidad y atractivo físico

La primera fuente de (in)satisfacción corporal que analizaremos va relacionada con los conceptos de atractivo físico y deseabilidad, su importancia en el contexto sociocultural, y la necesidad sociocultural de lucir un aspecto externo de acuerdo con unos determinados parámetros.

La cultura construye complejos entramados de significados alrededor de la variabilidad natural de morfologías corporales existentes, lo cual implica que dichos significados varían geográfica e históricamente. Dichos significados están a menudo alejados de hechos médicos o científicos sólidos, aunque puedan adoptar aspectos formales que les son característicos. Son fundamentalmente promovidos, legitimados y perpetuados por los medios de comunicación y la publicidad, y canalizados durante la socialización (especialmente en las primeras etapas de la vida) a través de agentes como la familia, las amistades, los maestros o los profesionales sanitarios. Por ello, la dimensión subjetiva de la imagen corporal no puede analizarse prescindiendo del contexto sociocultural del sujeto, el cual comprende la publicidad, la moda y otras formas mercantiles de regulación y promoción del consumo, pero también las instituciones educativas, sanitarias, académicas y políticas.

Conviene aquí remarcar, dado el papel que interpreta la ciencia en los procesos de construcción del corpus de conocimiento colectivo, que los procesos de investigación científica están ubicados en la realidad sociocultural que les es contemporánea, con lo cual existe superposición y contaminación mutua entre el saber médico que podríamos llamar riguroso (procedente de estudios metodológicamente bien diseñados y acuradamente llevados a cabo) y los imperativos estéticos. El discurso científico biomédico forma parte de la cultura, y por ello es imprescindible tratarlo bajo este epígrafe. La mayoría de las personas corrientes, e incluso muchos profesionales sanitarios, creen que existe una relación directa entre peso corporal y riesgo de muerte o de padecer enfermedades cardiovasculares o metabólicas, con lo cual asocian delgadez a salud y no-delgadez[3] a enfermedad, como hacen los medios de comunicación y la publicidad (pues a menudo los dos últimos pretenden apoyar sus discursos propagandísticos en la ciencia). Sin embargo, los datos muestran que el infrapeso se asocia con mayor riesgo de morbilidad y mortalidad que el normopeso, que el sobrepeso se relaciona con mayor esperanza de vida global, que los indicadores de salud en general no difieren entre los grupos de normopeso y sobrepeso (siendo la distinción entre las dos categorías, pues, difícil de justificar de forma médica, y cobrando un sentido primordialmente estético), y que el riesgo de morbilidad o mortalidad no se dispara hasta grados considerables de obesidad. Además, existen enfoques alternativos más sólidos, respetuosos con los derechos humanos y probablemente más eficaces en la consecución y mantenimiento de un óptimo estado de salud que la estigmatización de las personas obesas y la presión clínica para que modifiquen sus cuerpos; estos enfoques están basados en una idea afirmativa de la salud de las personas obesas.

Además, el método usado para clasificar las personas en las diferentes categorías de peso se basa en el Índice de Masa Corporal (IMC), un valor que se obtiene de dividir el peso en kilogramos por la altura en metros al cuadrado. Este indicador dista de ser óptimo porque no discrimina entre los diferentes componentes que contribuyen al peso corporal (numerador), como pueden ser los tejidos conectivo óseo o adiposo, o el tejido muscular, que tienen densidades diferentes. De todos modos, aunque se subsanara este defecto, la relación entre el peso y la altura es un indicador de la morfología corporal, y no un dato médico per se, como pueden ser la tensión arterial o los niveles de glucosa o de colesterol unido a lipoproteínas de baja densidad (LDL, Low-Density Lipoproteins) en sangre. Si algunos estudios han hallado relación entre alguno de estos parámetros de salud y la morfología corporal, se trata de una  correlación, que es un tipo de relación estadística que no implica causalidad. Ello quiere decir que muchas variables (que los investigadores llamamos variables confusionales) pueden explicar la relación obtenida.

Es muy explicativo el siguiente ejemplo obtenido de uno de los libros de la nutricionista y psicóloga Linda Bacon, creadora del innovador concepto y movimiento llamado Health at Every Size [Salud en Todas las Tallas]. Estadísticamente, existe una correlación clara entre la calvicie y el riesgo de muerte cardiovascular. Sin embargo, hay que conocer que los hombres alopécicos suelen tener mayores niveles de testosterona, puesto que esta molécula hormonal, de tipo lipídico esteroide, se relaciona fisiopatogénicamente con la calvicie; pero se pueden presentar niveles elevados de testosterona por cualquier otra causa. Por tanto, son los niveles de testosterona y no la falta de cabello los que configuran el riesgo para la salud. En el caso de la relación entre peso y salud, muchísimos factores presentes con mayor frecuencia entre las personas con mayor IMC, en parte por la propia estructura opresiva y estigmatizadora de la sociedad, pueden explicar el peor estado de salud de estas personas: por ejemplo, el peor estado de salud psicoemocional, la marginalización y estigmatización social que conduce a la precarización de las condiciones de vida, o la falta de conductas de contacto con el propio cuerpo o el menor nivel de conexión con el propio cuerpo (que sirven como señales de alarma o procedimientos de cribado básico en muchas ocasiones) son variables que pueden conducir a una persona a una peor salud y a un contacto menos frecuente y de menor calidad con el sistema sanitario.

Sin negligir las idiosincrasias y susceptibilidades individuales, pues, las interpretaciones cognitivo-emocionales que la persona elabore alrededor de su hecho corporal estarán influidas en gran medida por las narrativas socioculturales que se construyan alrededor de una determinada característica corporal, ubicada dentro del espectro de variabilidad poblacional. Por ejemplo, la delgadez se asocia en la cultura occidental contemporánea con profesionalidad y éxito, mientras que la obesidad e incluso el sobrepeso (definido, como hemos visto, de maneras no siempre justificables médicamente) presenta connotaciones de holgazanería, desidia, enfermedad y poco valor personal.

Evidentemente, este sistema semiológico tiene claras connotaciones económicas y políticas. Cabe destacar que estos significados están profundamente imbricados en los sistemas socioculturales definidos por los ejes de poder diferencial, como los sistemas de género, etnia, clase social, edad, sexualidad, (dis)capacidad, etc. Los sistemas ideológicos derivados de la intersección de los ejes de poder son altamente complejos, pero el cuerpo ha sido y es central en la práctica totalidad de ellos. El cuerpo es símbolo de pertenencia y adscripción a las normas, privilegios y restricciones de un género, una etnia, una clase social, un estado de salud-enfermedad, una religión estética. Un ejemplo interesante, reportado por Carol Smith-Rosenberg[4], es la constitución sociocultural de la identidad europea en contextos de colonización mediante procesos de racialización y generación de las poblaciones colonizadas, usando para su representación imágenes sexualizadas de mujeres desnudas, en un juego corporal de significados que responde al imaginario fantasioso masculino europeo de que su penetración es deseada o como mínimo bienvenida (Hall, 1995; Morgan, 1997[5]). Este tipo de imágenes del cuerpo femenino sexualizado, en interacción con otras categorías a la periferia del poder (raza no blanca, extrema juventud, lesbianismo o bisexualidad, etc.) siguen a la orden del día y persiguen una clara función política. La función política de la ideología estética se pone de manifiesto en las estrechas conexiones existentes entre la moda y el guión romanticopornográfico normativo.

La cultura, pues, crea un caldo de cultivo para la construcción de la imagen corporal, la relación con el propio cuerpo y las relaciones entre los cuerpos en sentidos determinados con complejos significados sociopolíticos. La investigación centrada en el llamado modelo sociocultural de la imagen corporal enfatiza la existencia de unos ideales sociales de belleza y deseabilidad transmitidos mediante una serie de canales socioculturales (fundamentalmente la tríada medios de comunicación, familia y amistades), que son interiorizados por las personas y en base a los cuales, mediante mecanismos psicológicos de comparación y autoevaluación respecto a la norma (mediática, que no estadística), generan la (in)satisfacción corporal. Es importante remarcar que, generalmente, el modelo estético que se pregona socioculturalmente esta considerablemente alejado de la normalidad poblacional[6], lo cual responde a intereses económicos y políticos y sustenta un estado de crónica insatisfacción corporal colectiva. Sin embargo, es evidente que existen factores personales que modulan el impacto potencialmente devastador de esta corriente propagandística patógena, puesto que, aunque la insatisfacción corporal es actualmente normativa, se objetiva en muy diferentes grados en personas expuestas de forma similar a los ideales socioculturales, y con características corpomateriales similares.

La perspectiva cognitivoconductual

Variables psicológicas individuales, pues, producto de complejas interacciones entre mecanismos psicobiológicos genéticos y derivados de aprendizajes vitales, son clave para la comprensión de la génesis de la (in)satisfacción corporal, y pueden explicar por qué personas con morfologías corporales similares sometidas a influencias socioculturales parecidas, pueden filtrarlas de maneras diferentes y presentar imágenes corporales considerablemente diferentes.

Habitualmente se distingue entre factores históricos y proximales a la hora de explicar la modulación cognitivoconductual de la imagen corporal. Los factores históricos incluyen la socialización cultural (por ejemplo, en el seno de la familia o del colegio), las experiencias interpersonales, las características y cambios de la apariencia física personal, y las variables de personalidad. En cambio, los factores proximales constituyen eventos vitales actuales y precipitan o mantienen las influencias ejercientes sobre la imagen corporal; aquí encontramos, por ejemplo, los estilos de procesamiento de la información (estilos cognitivos), las acciones de autorregulación, las emociones relacionadas con el cuerpo, los diálogos internos, etc. Todos estos factores interactúan entre ellos de maneras altamente complejas para generar y mantener la imagen corporal, y lo hacen fundamentalmente concretizando o modulando el entorno sociocultural.

Además, los cambios inherentes a la corporealidad humana también afectan la imagen corporal, puesto que en general los procesos psicológicos se afianzan de forma gradual y, por tanto, no suelen responder bien a los cambios bruscos. De esta forma, los periodos vitales caracterizados por cambios corporales repentinos, como la pubertad o el embarazo, suelen considerarse etapas críticas para la imagen corporal. Por otra parte, factores relacionados con la diversidad cognitiva poblacional, como la autoestima, el autoconcepto, los estilos de afrontamiento o la resiliencia, influyen la integración y uso de la información disponible sobre el propio cuerpo. En el ámbito de los factores proximales o desencadenantes, se consideran experiencias más puntuales y cotidianas que, como hemos comentado anteriormente, suelen precipitar los cambios en la imagen corporal que se observan en las personas más a corto plazo. Ejemplos de estas experiencias pueden ser los comentarios recibidos acerca de la apariencia en un día concreto, la exposición a espejos y otras superficies reflejantes, o eventos psicoemocionales directa o indirectamente relacionados con el cuerpo, como una relación sexual insatisfactoria o una ruptura sentimental.

La disonancia cognitiva es un concepto acuñado  por Festinger (1957) para describir el malestar psicológico que aparece cuando existe discrepancia entre nuestras creencias y nuestras acciones. Esta tensión psicológica tiene el poder de modificar las creencias y/o las conductas. De este modo, a menudo las cogniciones y conductas de rechazo y deseo de modificación del propio cuerpo se mantienen por la ignorancia de los propios mecanismos sociales, culturales, económicos, políticos y personales que los sustentan. La publicidad y los medios de comunicación lo saben bien, y ello es – sin ir más lejos – lo que motiva la emisión de mensajes confusos o directamente falsos en términos de los supuestos beneficios del ideal corporal para la salud. Sin embargo, todas las características o procesos psicológicos que impliquen el desmantelamiento de tales discursos e ideas, y la puesta de manifiesto de sus consecuencias y su absurdidad, van a aumentar la probabilidad de cambio conductual en el sentido de relación más adaptativa con el propio cuerpo.

Se ha hablado anteriormente de la relativa imposibilidad de imprimir modificaciones sustanciales y duraderas sobre la morfología y características corporales que a menudo preocupan a las personas (peso, silueta, color de piel, tipo y aspecto del cabello, etc.), así como de la mayor importancia del componente perceptivo de la imagen corporal sobre las características antropométricas objetivables en el cuerpo. En este sentido, parece ser que las personas que poseen características psicológicas relacionadas con la aceptación y la celebración del propio cuerpo y de la diversidad corporal existente en la sociedad son menos proclives a la insatisfacción corporal, y por ello, a emprender conductas potencialmente patológicas de control del cuerpo, como las dietas restrictivas o los costosos y a menudo largos y dolorosos procedimientos de cirugía estética. Esto ha hecho que, últimamente, las intervenciones psicológicas para la mejora de la imagen corporal se hayan centrado en el concepto de aceptación corporal. La aceptación, concepto distinto a los de aprobación o resignación, es uno de los pilares de las prácticas meditativas. No es necesario que una idea, persona u objeto nos guste para aceptarlos; aceptar consiste en admitir, con lucidez y serenidad, que tales cosas existen, que ya forman parte del cosmos, y desde esta posición mental, observarlas (André, 2013)[1]. Y, por qué no, observarlas críticamente. La aceptación se diferencia de la aprobación porque no implica necesariamente agrado, y de la resignación porque nos prepara para la acción, para actuar desde un estado mental óptimo. El paso cognitivo-emocional previo que supone el instante de aceptación nos pone en la situación de decidir, libremente, entre distintos tipos de acción, incluyendo la no-acción.

La aceptación del propio cuerpo, por tanto, modifica por sí misma la imagen corporal, y por ello encierra un poder de empoderamiento y emancipación importantísimo. La comprensión de la general inutilidad de las conductas de control sobre el propio cuerpo, y del potencial de la aceptación corporal como base de la relación con la propia materialidad constituyente, suele referirse en las narrativas personales como un punto y aparte en el camino hacia la satisfacción corporal y la relación sana, amigable y cómplice con el propio cuerpo, como la que se tiene con un buen amante/compañero. En el fondo, la aceptación es un acto revolucionario de ruptura con la idea de perfección y la lucha incesante y destructiva por la consecución de esta; una lucha desgarradora por un ideal intrínsecamente imposible que mantiene la frustración, el autoodio o el autoamor a medias (en contraposición al autoamor pleno), a menudo durante años e incluso durante vidas enteras.

La perspectiva feminista

Aproximadamente el noventa por ciento de las personas que luchan contra un trastorno de la conducta alimentaria o viven de forma disonante cuestiones relacionadas con su alimentación e imagen corporal son mujeres. Como hemos mencionado anteriormente, la insatisfacción corporal y la relación disfuncional con el propio cuerpo (esto es, la concepción del cuerpo como fuente de displacer y no de placer) son normativas entre las mujeres en las sociedades occidentales y occidentalizadas. Además, las cuestiones de imagen corporal, empezando por el ideal estético, parecen seguir patrones diferentes en mujeres y hombres, puesto que se relacionan muy íntimamente con cuestiones relativas al sistema sociopolítico de género. Por ello, un abordaje explícitamente feminista de la imagen corporal es imperativo. Desde la revolución de la salud de las mujeres (Women’s Health Movement) de las décadas de los 60 y los 70 del siglo pasado en Boston, que se materializo en el conocidísimo y tan editado volumen Our Bodies, Ourselves (Boston Women’s Health book Collective, 2011 [editado originalmente en 1969][7]), el género y – específicamente – la feminidad se han situado en el centro de las luchas de la corporealidad. Las críticas fundamentales que han matizado este movimiento se han realizado desde posturas interseccionales, especialmente en lo que refiere a la integración de realidades divergentes de colectivos femeninos marcados por factores raciales y de sexualidad (por ejemplo, los feminismos negros y los feminismos lésbicos o los queerfeminismos).

Un estudio pretendidamente científico y neutral acerca de la imagen corporal que ignore la realidad de esta estructura, y adopte una perspectiva naïve ante el significado político-opresor del modelo estético impuesto es, precisamente, sesgado, en tanto que asume y legitima la visión de los colectivos dominantes en el marco sociopolítico. Un análisis riguroso de la realidad contextual no puede obviar las características y aprendizajes vinculados al género femenino en el sistema heteropatriarcal (docilidad, baja autoestima, dependencia, baja asertividad, falta de sororidad, conflicto con la competitividad…) y la mayor vulnerabilidad objetiva al maltrato (por parte de parejas, padres, hermanos, jefes…) de las mujeres como colectivo, y que dichos mecanismos pueden aumentar también la probabilidad de una relación disfuncional con la propia corpomaterialidad. No puede ser de otro modo, en tanto que la corpomaterialidad femenina, y especialmente algunas corpomaterialidades femeninas específicas (por ejemplo, las de las mujeres gordas), ya están desde un buen principio culturalmente marcadas por significados desvalorizantes y esencialistas: el cuerpo de la mujer es campo de batalla no únicamente de forma literal en guerras y otros escenarios, sino también en batallas ideológicas que se lo disputan como objeto decorativo, artefacto sexual, instrumento para la reproducción, y receptáculo de toda clase de significados relacionales con la normatividad masculina.

A juzgar por las estadísticas con las que hemos abierto este apartado, parece ser que las mujeres reciben con mayor intensidad o/y son más vulnerables a las influencias socioculturales y psicosociales que conducen a una imagen corporal negativa. McKinley[8] habla del concepto de objectified body consciousness [conciencia de objetificación corporal] para referirse a la vigilancia corporal (el control del propio cuerpo en términos de cuan atractivo aparece para los demás), internalización de los estándares corporales culturales (la medida en la cual los ideales estéticos culturales parecen emanar de la propia mujer), y creencias de control de la apariencia (la fe en el potencial de modificación voluntaria del propio cuerpo en un sentido deseado). El hecho de que la mayor parte de los mensajes públicos sobre el cuerpo provengan de actores masculinos y se refieran a cuerpos femeninos crea una situación de inequidad política estructural, en la cual las mujeres revisten sus cuerpos de significados cualitativamente diferentes a los de los hombres, y dada la importancia de la imagen corporal en la autoestima y el autoconcepto globales (body image investment), esto las sitúa como objetos de procesos de identidad heterodesignada[9], en tanto que son otros colectivos sociopolíticos quienes establecen en gran medida cual es o debería ser su identidad. De hecho, la teórica Naomi Wolf[10] afirma que las llamadas revistas femeninas constituyen lo más próximo a una subjetividad colectiva que las mujeres jamás hayan tenido. La identidad de las mujeres se construye, pues, en mucha mayor medida que la de los hombres, sobre factores corporales. Ello refleja la estructura de pensamiento representativa de la filosofía occidental, en términos de las dicotomías interrelacionadas naturaleza/cultura, emocionalidad/racionalidad, corporalidad/mentalidad, feminidad/masculinidad, y – por qué no – adiposidad/muscularidad[11]. De hecho, el cuerpo femenino se caracteriza biológicamente por un mayor componente graso que el masculino, por razones ligadas fundamentalmente a la función reproductiva; en nuestra sociedad, tanto la lipofobia como la misoginia son normativas, y entre ellas se establecen a veces conexiones mutuamente reforzantes. Tomemos cualquier anuncio publicitario de productos dietéticos como ejemplo. De hecho, se ha propuesto que el prejuicio contra las corporalidades grasas es tan intenso en nuestra cultura que es más útil para estudiar cuestiones relacionadas con prejuicio y discriminación que el sexismo o el racismo[12].

Asimismo, la presión estética se ha relacionado frecuentemente con otros tipos de opresión machista, y se ha concebido como metáfora de lo que ocurre en el espacio público. Una de mis académicas favoritas, Sharlene Hesse-Biber[13], señala que mientras los movimientos feministas frecuentemente articulan sus demandas de igualdad de oportunidades en términos de necesitar más espacio social y político, la presión estética es ejercida sobre ellas en el sentido de que deben empequeñecerse, reducir las dimensiones de sus cuerpos. En este sentido, pues, la delgadez es un símbolo de capitulación, de constreñimiento en las normas heteropatriarcales de la feminidad, mientras que los cuerpos grandes o gruesos evocan culturalmente una imagen de fortaleza y poder (como ocurre, por ejemplo, cuando popularmente suele decirse que las mujeres de raza negra o hispánica, habitualmente más corpulentas que las europeas, son más fuertes o tienen más carácter; lo inverso ocurre con las mujeres asiáticas). Muchas reivindicaciones feministas han adoptado como símbolo la resistencia a rituales corporales, como la depilación, el maquillaje o el largo del pelo, lo cual es indicativo del poder y la importancia que tiene la violencia simbólica estética en el mantenimiento del orden sociopolítico heteropatriarcal. Naomi Wolf, anteriormente citada, evidencia que la insatisfacción corporal de las mujeres evoluciona históricamente de forma inversamente proporcional a su empoderamiento en términos económicos y políticos: esto es, a medida que las mujeres ganan presencia en el ámbito económico, profesional y político, los índices de satisfacción corporal disminuyen, y la presión estética contra el cuerpo femenino se vuelve más fuerte y más perversa. Los cuerpos femeninos, en tanto que cyborgs en el sentido harawayano, deben entenderse como imbricadas composiciones de materia biológica en crónica interacción con todo tipo de inventos de tecnología estética (ropas, cremas, maquillajes, dispositivos médico-quirúrgicos), marcas culturales de feminidad interseccional, azar, y resistencia.

Finalmente, algunas reflexiones sobre las conductas de autocontrol corporal y ponderal, entre las cuales la más frecuente es la restricción alimentaria voluntaria. En prácticamente todas las sociedades y culturas, el acto alimentario es sinónimo de placer, y la posesión y disposición de comida lo son de valor social y de poder. En no pocas manifestaciones culturales se establecen paralelismos entre el placer de la ingesta y el de la cópula: la introducción de algo placentero en el propio organismo para el disfrute de los sentidos. El hambre es una experiencia visceralmente desagradable, que precisamente por esto ha sido asociada con rituales religiosos de sacrificio y purificación. Sin embargo, muchas veces el seguimiento de una dieta alimentaria restrictiva conlleva una sensación, más o menos crónica o intensa, de hambre. Las personas anoréxicas conviven con el hambre de forma que lo normalizan y glorifican; en otras ocasiones, las personas establecen una relación pendular, de amor-odio, con el hambre, como ocurre a menudo en la bulimia, el trastorno por atracón u otros patrones alimentarios que alternan restricción con sobreingesta (escribo más pormenorizadamente sobre esto aquí). Lo que posee de erótico el hambre es lo que posee de erótico la abstinencia sexual; el instante álgido antes de la satisfacción del placer anhelado es el más deliciosa y dolorosamente rebosante de privación y necesidad, el que dota de sentido la explosión posterior de los sentidos. Sin embargo, el hambre es semiológico de control, y por tanto garante de la adhesión a unos códigos conductuales y emocionales que van en contra de los intereses carnales y nos desconectan del cuerpo[14]. La sensación de hambre con la que conviven muchas personas, sobre todo mujeres, es la guardiana de su pureza moral en la sociedad de la satanización de la adiposidad, y a la vez la guardiana de la respetabilidad de sus cuerpos en la sociedad de la mercantilización y degradación pornográfica del cuerpo femenino. En palabras de Naomi Wolf:

“La anorexia era la única forma que veía para mantener en mi cuerpo la dignidad que había tenido como niña, y que iba a perder como mujer” (Wolf, 1996[15]).

La vivencia de la satisfacción corporal es una experiencia de plenitud, lo cual no significa obscenidad y exceso, entre las cuales y la restricción oscilan pendularmente los actos corporales de muchas personas. Todo lo dicho en este artículo subraya, o así lo he pretendido, el inmenso, crucial y tangencial potencial sociopolítico que entraña la relación con el propio cuerpo y con los cuerpos de las demás personas. Desde la psicología positiva se remarca a menudo que la ausencia de insatisfacción corporal no equivale a satisfacción corporal; es decir, no tener una mala relación con el propio cuerpo no implica gozar de una buena y placentera relación con él[16]. Muchos eslóganes críticos con el poder establecido han usado el cuerpo como principio y como fin, como metáfora en si misma; make love not war [haz el amor y no la guerra], concluyó el movimiento hippie. La revolución, probablemente, empiece y acabe en el cuerpo.

[1] André, C. (2013). Meditar dia a dia. 25 lliçons per viure en mindfulness. Barcelona: Kairós. Traducción del fragmento citado propia de la autora.

[2] Weeks, J. (1998). The sexual citizen. Theory, Culture and Society, 15(3-4), 35-52.

[3] Cuando no me refiero específicamente a la clasificación médica de la población en categorías ponderales (infrapeso, normopeso, sobrepeso y obesidad grados I a IV), basada en el Índice de Masa Corporal (IMC), prefiero hablar de delgadez y no-delgadez, en una línea similar a lo que hacen algunos autores cuando hablan de gordura (fatness) (Bacon y Aphramor, 2014). El movimiento activista antilipofobia da soporte a esta terminología y a menudo adopta la denominación antigordofobia. El motivo de preferir esta terminología es la menos que sólida base científico-medica del sistema categorial anteriormente mencionado, y el hecho que las categorías del sistema basado en el IMC medicalizan sin base empírica clara la diversidad corporal existente sin reconocer explícitamente la dimensión política (violencia estructural estética) de la categorización del peso. Sobrepeso y obesidad son términos casi nosológicos, mientras que delgadez y no-delgadez o gordura son términos referentes a la variabilidad ponderal poblacional. En este sentido, mi posición académica es que la medida de parámetros antropométricos, el cálculo del IMC y su uso para la ulterior clasificación de la población en categorías basadas en la relación peso / talla2 constituye un Apparatus of Bodily Production [aparato de producción corporal] harawayano (Haraway, 1991). Referencias: a) Bacon, L., y Aphramor, L. (2014). Body Respect. Dallas, TX: BenBella Books; b) Haraway, D. J. (1991). Situated Knowledges: The Science Question in Feminism and the Privilege of Partial Perspective. En: Haraway, D. [Ed.]. Simians, Cyborgs, and Women. The Reinvention of Nature. New York, NY: Routledge.

[4] Smith-Rosenberg, C. (2014). Bodies. En: Stimpson, C. R., y Herdt, G. Critical Terms for the Study of Gender. Chicago, IL: University of Chicago Press.

[5] Hall, K. (1995). Things of Darkness: Economies of Race and Gender in Early Modern England. Ithaca, NY: Cornell University Press. También Morgan, J. (1997). ‘Some Could Suckle over Their Shoulder: Male Travelers, Female Bodies, and the Gendering of Racial Ideology, 1500-1770. William and Mary Quarterly, 54, 167-192.

[6] Por ejemplo, se estima que el modelo estético femenino actual, difundido en las revistas, televisión, videojuegos, etc., tiene un IMC de 16.3 kg.m-2 aproximadamente (la convención clínica actual considera normal un IMC entre 20 y 25 kg.m-2).

[7] Boston Women’s Health Book Collective (2011). Our bodies, ourselves. New York, NY: Simon & Schuster.

[8] McKinley, N. M. (2011). Feminist Perspectives on Body Image. En: Cash, T.F., y Smolak, L. [Eds.]. Body image. New York, NY: The Guilford Press.

[9] Forcades-Vila, T. (2008). La teologia feminista en la història. Barcelona: Fragmenta Editorial.

[10] Wolf, N. (1990). The Beauty Myth. London: Vintage.

[11] Lykke, N. (2010). Feminist Studies. A Guide to Intersectional Theoru, Methodology and Writing. New York, NY: Routledge.

[12] Rothblum, E. D. (1996). “I’ll Die for the Revolution but Don’t Ask Me Not to Diet”: Feminism and the Continuing Stigmatization of Obesity. En: Fallon, P., y Katzman, M. A. [Eds.]. Feminist Perspectives on Eating Disorders. New York, NY: The Guilford Press.

[13] Hesse-Biber, S. (1991). Women, weight and eating disorders: a socio-cultural and political-economic analysis. Women’s Studies International Forum, 14, 173-191.

[14]  Gracia, M., y Comelles, J. (2007). No comerás: Narrativas sobre comida, cuerpo y género en el nuevo milenio. Barcelona: Icaria Observatorio de la Alimentación.

[15] Wolf, N. (1996). Hunger. En: Fallon, P., y Katzman, M. A. [Eds.]. Feminist Perspectives on Eating Disorders. New York, NY: The Guilford Press. Traducción del fragmento citado propia de la autora.

[16] Tylka, T. L. (2011). Positive Psychology Perspectives on Body Image. En: Cash, T.F., y Smolak, L. [Eds.]. Body image. New York, NY: The Guilford Press.

 

Nota: Este artículo está basado en el capítulo publicado recientemente y referenciado como: Tasa-Vinyals, E. (2017). ¿Cuáles son los mecanismos determinantes y las funciones de la imagen y la (in)satisfacción corporal?. En: Raich, R.M. [Ed.]. La tiranía del cuerpo. ¿Por qué no me veo como soy?. Barcelona: Siglantana. Se puede adquirir aquí.

Imagenes:
La imagen destacada es de Jonathan Yeo.
La imagen insertada en este artículo es obra de Toni González (fotógrafo) y la modelo es la misma autora (Dra. Elisabet Tasa Vinyals).

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Médico especialista en Psiquiatría y en Psiquiatría Infantil y de la Adolescencia; psicóloga clínica y de la salud; posgraduada en psicoterapia integradora; máster en estudios de género interseccional; profesora de psicopatología infantojuvenil e intervención psicológica en la Universitat Oberta de Catalunya, profesora clínica de medicina en la Universitat de Barcelona e investigadora vinculada a varias entidades incluyendo la Unidad de Evaluación e Intervención en Imagen Corporal de la Universitat Autònoma de Barcelona, la Linköpings Universitet (Suecia) y la Gender and Health Promotion Studies Unit en la Dalhousie University (Canadá). Dos veces candidata a los Premios Fundación Príncipe de Girona (2014 y 2015) y ganadora del Premio Extraordinario de Titulación de la Universitat Autònoma de Barcelona (2011) y de la Mención de Honor de la American Association of Women Psychiatrists (2019). Apasionada de su campo profesional, es autora de varias publicaciones y ponente habitual en conferencias y congresos, así como revisora y miembro del consejo editorial de revistas y organizaciones científicas. Ejerce su especialidad tanto en el sistema de salud público como en su consulta privada en Barcelona.

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