Muriel Barbery nos deleita – nunca mejor dicho – con una exquisita composición, homónima a este artículo y traducida al catalán como “Rapsòdia gurmet”. Aunque mucho menos conocida que su hermana menor, esta obra vio la luz unos años antes que la sublime L’élégance du hérisson. Se trata de una novela pequeñita en el sentido más afectuoso del término, donde la autora pone la palabra al servicio de la sensación. El lector encontrará en ella sentido, sensibilidad, sutil e intensa conjunción entre la intuición de aquello primario y la sublimación inherente en la persecución del quinto eslabón maslowiano. Una y otra, desde la esfera más intrínsecamente animal hasta la más insolentemente humana, nos trasladan a lo largo de estas páginas en un viaje poco frecuente por ser los sentidos del olfato y el gusto (conformantes de la entidad propia del sabor) los principales medios de transporte.
Del lado de los alimentos, la carne, el pescado, las hortalizas, el crudo, el pan, la tostada, el whisky, la mayonesa e incluso el hielo evocan en el protagonista, al borde del éxitus, intensos recuerdos que recorren toda su existencia y lo conducen hasta el borde de la exasperación y el llanto. Por la parte de los personajes, la sabia Renée empieza la disquisición literaria alrededor de la figura del crítico gastronómico, figura noble y despreciable a la vez sobre la cual discurren las opiniones de hijos, amantes, esposa, la Venus de la fecundidad y hasta el mismo gato. Todos ellos alaban, cuestionan, se vengan o se inclinan respetuosamente pero sin júbilo ante la figura del juez de los sentidos, quien a lo largo de una vida se ha enriquecido y ha gozado participando de la superficialidad de quien intenta hacer de la alimentación patrimonio del uno por ciento, de las cuatro hienas aburridas consigo mismas y podridas de dinero y culpa que conforman la élite social.
Una novela de doble filo, que puede leerse como quien disfruta un sorbete o como quien se enfrenta a una comida navideña con sus cuatro platos y postre; una obra que, como todo lo verdaderamente sensual, perfila pero no muestra, insinúa pero no formula explícitamente. Esta delicada gourmandise será bien recibida por todos aquellos que entienden el acto de la alimentación como algo cualitativamente distinto a la nutrición bioquímica de los tejidos. Mente, conciencia, metaconciencia e incluso alma se conjugan en cada bocado que pegamos a la vida, y sólo al final de ésta se da cuenta el protagonista (¡como nos pasa a veces a nosotros mismos!) de la indiferencia con la cual el éxtasis puede seguir a la degustación de una tostada untada con foie o con nocilla. La comida como significante, como todo en esta vida, guarda celosamente su significado para goce de las mentes debidamente receptivas; y éste es tan simple o tan magnificente como sólo cada uno de nosotros convenga considerar el acto alimenticio, el intercambio de agresiones y beneficios entre comida y sujeto, el festival de amilasa y dopamina, la satisfacción postprandial de haber saciado cuerpo y mente en su justa medida.